Las primeras veces suelen ser blanco y negro. Sublimes o terribles, sin puntos medios.
No soy un hombre de violencias. Evito al máximo cualquier confrontación física directa. Probablemente tenga que ver con esa primera vez.
La Escuela Primaria Federal “Maestro Justo Sierra”, vio desfilar por sus salones a toda la progenie de mis padres. Era una construcción medianamente rectangular. Los salones estaban organizados en torno a un patio muy grande central donde hacíamos el acto cívico, formados todos en grados y grupos los lunes por la mañana y corríamos en los recreos. Del lado derecho, los salones de primer y segundo grado. Uno de los lados cortos del rectángulo daba a la puerta de salida de lo que era la parte trasera de la escuela. El patio desembocaba sin muros en esa puerta. El otro costado largo, eran los salones de tercero y cuarto grado. El lado que resta, estaba un nivel arriba de los demás, los salones de quinto grado en la primera planta sobre ese nivel más alto, los de sexto, arriba de estos, dominándolo todo. Ser de sexto era la máxima aspiración y meta de vida en ese momento.
El patio era de concreto. Los pasillos afuera de los salones, eran portales donde nos guardábamos del sol o la lluvia en los recreos cuando era necesario. Tenían un azulejo amarillo gastadísimo por el paso de cientos de pies de niños en montones de años, un piso liso y resbaloso.
Detrás de los salones de tercero y cuarto, se extendía un terreno vacío, donde se ensayaban los primeros besos y se jugaba el honor en partidos de futbol.
A muy grandes rasgos, ese es el espacio donde pasé las mañanas durante seis años de mi infancia.
Justo como ahora, yo era un niño introvertido y miedoso, me costaba bastante integrarme en ambientes nuevos. El primer año fue un poco intimidante pero gratamente sorprendente. Laura, mi hermana mayor estaba en sexto grado, reinando desde los salones de arriba. Ella me acompaño y aportó seguridad durante mi primer año. Me sentía apoyado y acompañado, pero no había aprendido aún cómo sobrevivir solo cuando ella se fue a la secundaria y yo pasé a segundo grado. Estaba solo en esa enorme escuela. Solo entre cientos de niños, lejos de mi seguro y conocido ambiente familiar.
No fue fácil, me costó adecuarme. Llantos y días de ausentarme por dolores fingidos de estómago. Pero lo logré.
Cuando pasé a tercero, Gaby, mi hermana menor entró a primer grado. Ella, a diferencia de mi, siempre ha tenido una inteligencia social sobresaliente. A donde quiera que va, se integra y sobresale rápido. Cuídala, me encargó mi madre, es tu hermana menor.
Me sentí responsable, importante. Era el elemento final que necesitaba para apropiarme de la escuela.
Fue un día de julio, lluvioso como casi todos los días de julio en mi pueblo. Esa mañana, la escuela seguía empapada. Había llovido mucho la noche anterior, el patio estaba lleno de charcos. Los pasillos, aunque cubiertos por la loza, estaban igual encharcados por el paso continuo de niños mojados por encima y la lluvia que se alcanzaba a colar salpicando.
En el recreo, yo estaba jugando en la parte de atrás de los salones de tercero cuando alguien vino corriendo y me dijo: le están pegando a tu hermana.
Una especie de nuble se encaramó en mi cerebro, la descarga eléctrica desde el estómago me apretó los puños y puso mis piernas a correr.
Había que recorrer unos metros y dar la vuelta desde ahí a la derecha para subir las escaleras de piedra que daban al pasillo de los salones de quinto, atravesar esa sección, dar la vuelta a la derecha en la esquina, pasar junto a la dirección y bajar las escaleras de azulejos amarillos rumbo a los salones de primero. Desde ahí la vi: había un montoncito de niños afuera de su salón, en el centro, estaba ella, de cara a la dirección por donde yo iba. Frente a ella, había alguien más que no alcancé a distinguir. Bajé las escaleras corriendo. Escuché cuando me acercaba: ¡Ahí viene su hermano! Los niños me abrieron paso y llegué con todo el vuelo que llevaba a detenerme junto a Gaby, valiente y decidido. ¡Deja a mi hermana! grité aún antes de saber a quién me iba a enfrentar. Quise plantarme firme e intimidante, pero no me detuve. Justo en medio de la riña había un charco. Un charco sobre el piso amarillo, liso y resbaloso. Patiné donde tenía que frenar y caí de espalda un poco más adelante. Entre el ruido de mi espalda y mi cabeza golpeando el piso alcance a escuchar un “Oooooh” coral.
La nube se hizo aún más espesa en mi cabeza con la caída y sentí un golpe indefinible en el rostro mientras me sentaba en el piso. Luego otro. Uno más en la espalda. Y otro más. Martha, la niña con la que Gaby se estaba peleando me aporreaba con su chamarra de piel, con su chamarra de piel mojada mientras estaba sentado en el piso con el trasero empapado de agua de lluvia.
¡Que lo dejes! Escuché gritar. En mi confusión no atinaba a saber qué pasaba. Algunos gritos más, risas y luego un brazo que tomaba el mío y me ayudaba a levantarme. ¿Estás bien?, me preguntó Gaby. Sí, le dije aún aturdido, vámonos.
Fue mi primera pelea, la pelea que me alejó de todas las demás y me enseñó que mi hermana era perfectamente capaz de defenderse sola y defenderme a mi a la vez.
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